DGPM 1051 - 9: Dulces divinos

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  • čas přidán 28. 12. 2013
  • El monasterio de Ferreira de Pantón en sus ocho siglos de historia nunca fue abandonado. Es el único de la Ribeira Sacra que todavía mantiene viva la llama del cister. Detrás de estos muros infranqueables vive retirada una pequeña comunidad de monjas bernardas, una orden contemplativa seguidora de la regla de san Benito: Aquí llevan una vida dedicada a la oración y el trabajo.
    Las religiosas bernardas viven en común y su existencia discurre entre el coro, el obrador y la celda. A las monjas de Pantón no les falta trabajo. Desde las diez de la mañana están en el obrador elaborando los dulces: la rosca de almendra, coquiños, golosas y alegrías. Los pedidos que llegan al torno del monasterio les permite dedicarse en exclusiva a la repostería en sus horas de trabajo cotidiano. En el pasado las bernardas agasajaban con estas delicias a sus bienhechores. Hoy es su principal fuente de ingresos.
    Las recetas de sus dulces de almendra tienen una procedencia remota: durante más de dos siglos se las han pasado de unas hermanas a otras, sin apenas transformación, protegidas por los muros conventuales y las manos habilidosas de las religiosas. El escaso número de monjas y su avanzada edad hace peligrar el mantenimiento de estos obradores. Son pocas y mayores. Ante la falta de vocaciones, la superiora se ha visto obligada a solicitar ayuda a otros conventos. Desde hace siete meses tres jóvenes aspirantes se han unido a la comunidad. Proceden de la región del Kilimanjaro, en Tanzania, y traen aire nuevo al interior de una de las órdenes de clausura más rígidas.
    Las monjas sólo dedican un tercio del día al obrador. El trabajo se hace en silencio.
    La vida del monasterio gira en torno al claustro principal. La madre abadesa organiza el día a día del convento. Esta zamorana llegó a Pantón hace treinta y tres años. Entonces había veintidós monjas. Desde hace nueve años lleva el timón de este gigantesco monasterio, demasiado grande para tan pocas monjas. Sor Rosario, una de las más jóvenes del convento, se encarga de la portería y la hospedería. Esta granadina se hizo monja a los cincuenta y dos años. En Pantón hizo el noviciado y tomó los votos perpetuos.
    La abadesa nos guía por este laberinto de pasillos siempre en penumbra y silencio, nos enseña estancias de la clausura que jamás fueron mostradas al público. Visitamos las antiguas celdas de la Dueñas. Hay algunas monjas que siguen usándolas. La austeridad es total.
    En la Casa de las Dueñas cada celda tenía su propia chimenea: Aquellas monjas, hijas de la nobleza, traían al convento su criada y sus posesiones. La abadesa nos lleva al piso superior donde estaban la cocina y dormían las criadas.
    En la sala de labor conocemos a la madre Celina, de 92 años, la mayor del convento. Está un poco sorda pero conserva una memoria prodigiosa. Ingresó a los dieciséis años en el convento para no salir nunca jamas. Lleva setenta y seis años encerrada en el monasterio, y en ese tiempo ha conocido seis abadesas.
    Es la llamada al rezo. Un acto comunitario al que no faltan ni las más ancianas. Este es uno de los pocos momentos en que se las puede ver a casi todas juntas.
    La jornada termina con el canto de la salve.

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